jueves, 27 de marzo de 2014

La Liberación de Madrid

La mañana del 28 de marzo de 1939 amaneció de un resplandeciente azul. Era un martes extrañamente tranquilo. Ni siquiera se oía el sordo ronroneo de los camiones. La actividad había disminuido mucho en la calle desde la sublevación de Casado, tres semanas atrás; los cuchicheos en la cola de abastecimientos –pues en las tiendas ya no había otra cosa que cuchicheos- arrojaban pocas dudas sobre el final de la guerra. El tono era confidencial, pero ya se había perdido el miedo: “estos cabrones mueren matando; hace cuatro días” –anunciaba una mujer de mediana edad- “encontraron a unos militares paseados en Cuatro Gatos, ahí en El Pardo”.
Los chinos –que es como se conocía popularmente a los comunistas- encontraban tiempo de ajustar cuentas aún en el infierno.





 

En las calles del centro reinaba un sereno desorden. Sobre el pavimento, las insignias del ejército popular, los distintivos de mando, gorras, cartucheras, botas, las guerreras. Los críos asomaban y, curiosos, iban tomando atrevimiento para entrar en los cuarteles. Sólo silencio. En las escaleras, un solitario joven con los ojos bien abiertos y un ceñido reguero escarlata descolgándose de la sien a la mandíbula. La Astra 400 le había caído entre las piernas. Un pequeño de ocho años que rondaba entre las cañerías se le quedó mirando fijamente antes de echar a correr. Había visto algún que otro muerto, pero ninguno tan de cerca.

 

Súbitamente, la ciudad comenzó a cobrar vida. En la Avenida de Rusia –pronto José Antonio- aparecieron las primeras banderas blancas a eso de las ocho de la mañana; un requeté encaramado al palacio de la Prensa la había izado antes que nadie.
 
 
 
 

 

En la glorieta de Atocha un hombre ya en la cincuentena paseaba nerviosamente de un lado a otro –hacía casi tres años que aguardaba la ocasión-, tocado con un cuidado bombín azabache. Los viandantes no parecían reparar en tan singular circunstancia –los rojos no llevaban sombrero- pero él, en el entusiasmo de aquella mañana en que volvía a reír la primavera, no lo dudó:

-¡¡Viva el Generalísimo con siete cojones y medio!! –y se descubría la calva, eufórico, agarrando el hongo con decisión, como lanzándolo hacia el cielo.
 
 
 

 

Una mujer que cargaba un pequeño cántaro de latón, acarició suave la pelambrera de su hijo de trece años:

-Anda, Antonio, vámonos a casa.

Por la calle Santa Isabel subía un vehículo ruidoso. Los niños gritaban, atropellándose unos a otros, “vienen los de la ceneté”. Las banderas desplegadas, rojas y negras, flameaban en el aire transparente, y cantaban también algo de una revolución pero no, no eran de la CNT.

-Y tú ¿qué sabes?

-¿Qué no ves que regalan pan, eres tonto o qué?
 
 
 

Bajaron de los coches - sobre uno de los laterales podía leerse “Auxilio Social”- y extendieron una bandera roja y amarilla. También a los niños les repartieron una hogaza de pan, que devoraron con los ojos como platos. Mientras masticaban, repararon sin darle importancia en que de los balcones colgaban muchas otras banderas como aquella, también rojas y amarillas.
 
 
 
 

 

Por las principales arterias de la ciudad, grupos de jóvenes recorrían las calles tan exultantes de alegría que literalmente brincaban, levantando el brazo y vitoreando a Franco. Las mujeres saludaban de la misma manera, y muchas lloraban al ver los uniformes legionarios. Se habían abierto las trampillas, los sótanos, los agujeros desde los que durante mil días habían visto pasar la guerra tantos madrileños. Las victorias se sucedían, pero Franco parecía no llegar nunca a Madrid. Los rojos habían prometido que no pasarían –los rojos habían prometido tantas cosas…; pero sí, habían pasado.
 
 
 

 

Atrás quedaba la pesadilla del Madrid de Largo Caballero, de Prieto y don Negrín, el Madrid de la cochambre que pronto cantara la Gámez con genuino choteo lunfardo.
 
 
 

También se entusiasmaba Ramper, aquél magnífico payaso al que los comunistas tenían particular ojeriza, primero por ingenioso -Jardiel había glosado su agudeza-, y después por su irritante costumbre de salir a escena cargando un saco al tiempo que voceaba “Serrín de Madrid”, pronunciado de tal modo que parecía anunciar la rendición de la capital. Los chinos, claro, habían jurado matarle.

 

De Miguel, el segundo de la Falange en Madrid, había dado la orden de que se abriesen las cárceles. Los funcionarios obedecieron sin rechistar, y los presos salieron de inmediato. Muchos de ellos formaron entre quienes desarmaran, pocas horas después, a los soldados enemigos en retirada. Las comunicaciones estaban aseguradas, pues la mayoría de los trabajadores y empleados eran simpatizantes de los nacionales, y los que no, estaban sencillamente hartos de los suyos y de la guerra. El suministro de agua se mantuvo con normalidad; la Junta de la Falange clandestina se hizo cargo de todo con llamativa eficacia, terminando por dar la razón a Mola en aquello de que sería la quinta columna la que tomase Madrid, aunque tardase algo más de lo previsto.
 
 
 
 

 

Esa quinta columna había hecho superflua una conquista a sangre y fuego de la capital. Avalados, además, por años de sufrimiento, persecución y muerte, los miembros de aquella Falange constituyeron un eficaz freno a la hora de contener las ansias de revancha de algunos de entre los conquistadores que, embriagados de victoria en aquella hora de triunfo, se habían conjurado para devolver mal por mal, cobrándose venganza de los años de crimen frentepopulista.
 
 
 
 

 

A media tarde ya corrían por la ciudad la leche condensada, el chocolate y el fiambre. Las restricciones vendrían más adelante, pero esos primeros días colmaron las más audaces fantasías de los madrileños. Toda esa abundancia gratuita se disparó en forma de rumor con la velocidad que es de suponer. Era inevitable no sentir un inmenso agradecimiento hacia aquellos que, en lugar de asesinar, violar y saquear –como la propaganda roja había mentido, tratando de galvanizar las últimas energías de una resistencia criminal- traían con ellos el pan de la alegría.
 
 
 
 

 

Pero los nacionales no venían únicamente con ese alimento. Al joven Pablo le detuvo un capitán requeté junto a la puerta de su casa. Le entregó unas cuantas onzas de sucedáneo de chocolate, que le supieron a gloria, mientras daba caladas a un esmirriado pitillo liado apresuradamente. Calculó que el chico tendría unos doce años.

-A ver, hijo, ¿puedes recitarme el padrenuestro?

Pablo le miró atónito. Aunque su madre había cobijado durante toda la guerra un par de cálices y unos misales, no sabía de qué le estaba hablando. Y tampoco en su colegio, incautado por Izquierda Republicana… pues ¿qué sería eso del padrenuestro?

-No, no señor, no lo sé –compuso un gesto entristecido mientras hacía ademán de devolver las onzas de chocolate.

- Quédatelas, son para ti.

Aquel oficial, que jamás había dudado, tuvo entonces la certeza, como nunca antes, de saber por qué había luchado durante tres años.
 
 
 
 
 
 
 




 
 

Un día antes del citado 28 de marzo, las tropas rojas con sus jefes a la cabeza se habían entregado al General Eugenio Espinosa de los Monteros y Bermejillo, que con las tropas de los Coroneles Eduardo Losas, Joaquín Ríos Capapé y Caso cercaban Madrid, pero no entraron hasta el día 28. Fue el Coronel republicano Adolfo Prada Vaquero quien rinde Madrid al Coronel Eduardo Losas, jefe de la 16ª División entre las ruinas del Clínico.
 
 

Los falangistas de la 5ª Columna sobrevivientes a la masacre realizada en la capital de España por los rojos, se hicieron con la ciudad. Montados en camiones y agitando Banderas Nacionales, Banderas de Falange y también del Requeté recorrían las calles gritando “¡Franco, Franco, Franco! ¡Arriba España!”. En poco tiempo, otros grupos de jóvenes, la mayoría refugiados en embajadas, se unieron a los falangistas y ocuparon los centros más importantes, como el Cuartel General del Coronel Casado, los talleres de prensa, los transportes urbanos, el Ministerio de Marina (que ya sabemos que era una prisión repleta de nacionales), el Ministerio de la Guerra, las emisoras de radio, los depósitos de armas, el Palacio de Comunicaciones, etc. Los grupos de patriotas aumentaron poco a poco hasta convertirse en una multitudinaria manifestación.
 
 

Los milicianos y milicianas abandonaron las armas y huyeron a esconderse en masa. Los balcones y ventanas se llenaron de Banderas Nacionales y de la Falange, confeccionadas en la clandestinidad por las bravas mujeres de la Sección Femenina.
 
 

Es de justicia resaltar a las mujeres de “Auxilio Azul”, organización creada por María Paz Martínez Unciti, a la que asesinaron con tan sólo 18 años, cuando acompañaba a un perseguido a la Embajada de Finlandia. Los mataron a los dos. Su hermana Carina continuó su labor. “Auxilio Azul” era una organización falangista compuesta por mujeres de todas las clases sociales, que socorría a los perseguidos desde antes de la Cruzada, pues ya habían sido encarcelados cientos de falangistas. Ellas falsificaban cartillas de abastecimiento; cédulas personales en blanco; documentos falsos de partidos, sindicatos, etc.; certificados con sus sellos y firmas correspondientes; oficios legalizados perfectamente y en blanco del Cuartel General de Carabineros… y en los Servicios de Investigación Militar lograron colocar a dos militantes falangistas, una en los ficheros y otra en la oficina de detenciones. Llegaron a ser 6.000. Y fueron ellas las que a lo largo de los meses de guerra confeccionaron más de 10.000 banderas que fueron las que se pudieron colgar en las ventanas y balcones el 28 de marzo, cuando Madrid fue liberado entre el entusiasmo y la alegría de sus habitantes. “Auxilio Azul” hasta tenía organizados Servicios Sanitarios, un laboratorio farmacéutico y asistencia espiritual, con varios Sacerdotes. Existe un libro fundamental de Tomás Borrás, titulado Seis mil mujeres, donde se cuentan todos los pormenores referentes a esta formidable Organización.
 
 


 

Una gran multitud de personas agitando banderas avanzaba por la calle de Argüelles y por la de Abascal para encontrarse por el camino con las Fuerzas Nacionales. Joaquín Ríos Capapé entró con la Bandera de Marruecos por Vallecas, hacia la Plaza de Manuel Becerra. El Coronel Caso por el camino de Usera para llegar a los barrios de Toledo, Delicias, Santa María de la Cabeza y las Rondas. Eduardo Losas lo hizo, por su parte, por la Ciudad Universitaria. Fue el paroxismo. Madrid se volvió loco de alegría… Se acababa el hambre, el frío, el miedo, la miseria, el terror rojo…
 
 

El falsario y manipulador Paul Preston, en su librucho Franco, Caudillo de España, miente así: “El 27 de marzo los nacionales entraron en Madrid en medio de un silencio fantasmal”. Dicho librucho, se vendió mucho, pero fue a franquistas y personas decentes, que ante el gran título y la bonita portada, no sabían que estaban dándoles gato por liebre; fue mercancía de contrabando. Es la típica utilización de la mentira, que es de lo que saben vivir estos desvergonzados. Así han actuado siempre: tergiversando y enfangándolo todo.
 
 
 

Hay que decir que a finales de febrero, Negrín, que había huido a París al producirse el hundimiento del frente de Cataluña, regresó a España junto a dos ministros de su gobierno, José Giral Pereira y Francisco Méndez Aspe, y con ellos algunos mandos del ejército rojo, casi todos del Partido Comunista, entre ellos Enrique Líster Forján, que originariamente se llamaba Jesús Liste Forján. Pretendían continuar la resistencia, ya que esperaban la llegada de armamento y ayuda soviética a cambio de los cuadros del Museo del Prado depositados en Ginebra. El subjefe de la Región Centro, militar de profesión, aunque masón, Segismundo Casado, convencido de que la guerra la tenía perdida, y para evitar más derramamiento de sangre, inicia los contactos para la rendición. La noticia llega a oídos de Negrín, que convoca en Albacete una reunión de jefes militares para convencerlos de la conveniencia de continuar la contienda, lo que era la tesis comunista, refiriéndose a la inminente guerra mundial que les favorecería.
 
 

Segismundo Casado, el general José Miaja Menant y Julián Besteiro Fernández, entre otros, no estaban de acuerdo y organizaron un “Consejo Nacional de Defensa” para oponerse al gobierno de Negrín. Respondió éste nombrando a Miaja Inspector General del Ejército Rojo, cargo nominal, pues el verdadero mando operativo se lo encargó a Juan Modesto Guilloto, al que nombró General, y también a Líster, Valentín González y González El Campesino y a otros comunistas.

El 17 de marzo de 1.939, mientras inician negociaciones con el Cuartel General del Generalísimo Francisco Franco, Miaja y Casado advierten avergonzados, (¡tres años después!), que llevan en el uniforme la estrella rusa comunista roja de cinco puntas. Mediante un decreto firmado por los dos la suprimen de los uniformes y prendas de cabeza.

Las tropas comunistas del 1er Cuerpo de Ejército de Negrín, al mando del Teniente Coronel Luis Barceló Jover, entran en Madrid y ocupan las Plazas de Manuel Becerra y la Puerta de Alcalá, no sin tener duros enfrentamientos y de fusilar a seguidores del Coronel Casado. En el Ministerio de la Guerra, hacen prisioneros a algunos jefes y oficiales de Casado y, sin formarles juicio, también los fusilan. Ya se creían dueños de la situación y se aprestaban a asaltar el Banco de España, en cuyos sótanos se encontraban los hombres fuertes y el propio Segismundo Casado, cuando desde Guadalajara se presenta en Madrid, al frente de una gran columna, el anarquista Cipriano Mera Sanz, al que se le une una gran parte del ejército republicano procedente de Levante y de Extremadura.




Los comunistas de Negrín pierden la pequeña guerra civil dentro del bando rojo y se tienen que retirar. El coronel Casado, por su parte, ordenó fusilar a todos los prisioneros, incluido el teniente coronel Barceló. Aquí comenzaron las negociaciones para la rendición. Tomada Madrid por las tropas nacionales, la huida de millares de soldados y milicianos rojos en total desorden fue desesperada. Unos tomaron dirección hacia Albacete, otros hacia Alicante y Almería. Las autoridades rojas de esos puertos de mar amenazaron a los barcos allí fondeados con cañonearlos si no abandonaban inmediatamente los citados puertos. Intentaban impedir que subieran a los barcos los huidos. Apenas pudieron hacerlo algunos afortunados. Fue vergonzoso, ni siquiera con los suyos tuvieron piedad. La maldad más brutal, el egoísmo y la soberbia eran los que mandaban.




Conquistada Madrid, los Ejércitos Nacionales avanzaron por los alrededores de la capital y se dirigieron hacia Aranjuez, Buitrago, Cuenca, Albacete y el Ejército del Sur por Granada y Cartagena. En esta última ciudad, cerca de mil hombres, náufragos y supervivientes del barco Castillo de Olite, se hicieron con el control de Cartagena. Mientras, otra parte del Ejército libera Sagunto, Segorbe, Córdoba, Jaén, Baeza, Úbeda, Jódar, Guadix, Baza… y desde Baza se envía un destacamento en ayuda de los Marinos de Almería. Antes de ser liberada, Almería se pone “A las órdenes de Franco”. Y el Ejército es recibido como liberador. Pero en sus muelles los últimos combatientes rojos organizados, una División con todo su armamento, se agolpan queriendo huir.

El general Antonio Aranda Mata entra triunfante en Valencia; el general José Enrique Varela Iglesias ocupa Requena, y el general José Moscardó Ituarte hace lo propio en Minglanilla y Contreras.




El día 1 de abril de 1939, a primera hora de la tarde, Franco firma su único Parte Oficial de Guerra, el último:

 

“En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las Tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos 1º de abril de 1.939. Año de la Victoria. El Generalísimo Franco”.










 

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